El cielo tiene color de carretera gastada, quizás de chapa de desguace. Mientras mira hacia arriba, el poeta vuelve a pensar en versos, a pesar de todo, a pesar de que ya nada es propicio. Una mano da dos toques en su hombro y el poeta devuelve sus ojos al frente: la fila avanza. Cada vez es peor. Y cada vez se pregunta por qué vuelve. Por qué vuelven todos. Ante él, un horizonte de espaldas rendidas. Si mira hacia atrás, una sucesión de muecas grises. Y desde hace semanas, incluso las palabras se han agotado: ya nadie habla. El poeta piensa: el silencio es el sonido de la derrota. Pero la fila se sucede cada día, sin descanso, obstinada, interminable, culebreando entre calles derruidas. La desesperación produce momias o autómatas, piensa. Ellos son las dos cosas. Un zumbido ronco raspa el aire mientras la fila progresa y la distancia se acorta. Llega el turno del poeta. Ante él se yergue el muro. Y en el centro del muro se encuentra el timbre. El poeta hunde su dedo en él, durante cinco segundos. Lo mira fijamente. Se marcha. El que le sigue en la fila repite la acción.
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*Inicio el año con este micro que me publicó Fernando Valls en La nave de los locos allá por noviembre. Creo que hoy es un buen día para colgarlo. Rosana sabe por qué. La fotografía está tomada de la red. Si comprometiera algún derecho, la retirararía inmediatamente.