La mujer de las ojeras le dice al hombre del gesto aséptico
que insista cada día, que se las lave a conciencia a ver si aquello desaparece.
Él obedece y se aplica con una minuciosidad de cirujano, casi con sevicia. Sin
embargo, la mancha parduzca, a tramos cenicienta, que se extiende por dorso y
palmas, sigue ahí, con una terquedad insolente. Tres, cuatro, cinco minutos de
ritual. Solo para complacer a su esposa. Sabe que la mancha permanecerá. Sabe
cuándo surgió. Sabe cómo desaparecería. Sí, lo sabe. Solo espera que ella no lo
acabe relacionando con sus últimas excusas y
disimulos, con su llegada a altas horas, con aquellas bolsas de basura
por las que el otro día le preguntó preocupada.
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*Uno ReCiclado. Aunque he rehecho el inicio, claro.