Con la nieve. Ahora veo que me
ocurría sobre todo con la nieve. Porque allí no solía nevar. Porque allí, de
hecho, casi nunca ocurría nada. Allí, en mi pueblo, en mi infancia. Pero la
nieve para mí era algo distinto: blanca e ingrávida, me parecía ver en ella la
propia anatomía de la belleza. También sabía que era efímera. Y que era difícil
retar al tiempo, vertiginoso y resbaladizo. Así que probaba conmigo mismo.
Creía que si llevaba mis sentidos al límite, si con ellos
era capaz de apresar toda la intensidad de aquellas sensaciones, después podría
volver a experimentarlas con la misma viveza a través del recuerdo. Me imaginaba
poniéndoles diques, rejas, cadenas, camisas de fuerza, para retenerlas dentro
de mí. Pero la nieve pasaba y no regresaba hasta mucho tiempo después. Y en ese
transcurso, cuando pretendía conectar memoria y sentidos, siempre notaba que
algo se iba deshaciendo y filtrando, algo desaparecía irremediablemente.
Hacía muchos años que había dejado de intentarlo. Pero no
tuve conciencia hasta ayer, cuando de pronto advertí que llevaba más de una
hora queriendo secuestrar otra vez una porción de tiempo para poder revivirla
más tarde, para poder revivirla después, para poder estar reviviéndola siempre.
Aun sabiendo que todo es un empeño vano porque al final se imponen las sombras
y las brumas. Una hora. Una hora intentando recuperar el mismo mecanismo inútil
de mi niñez. Una hora desde que lo vi desaparecer por la puerta, porque le dije
que nos dejara solos, hasta que apareció de nuevo y se acercó para decirme que
se lo tenía que llevar, que no valía la pena alargar más el sufrimiento.