MICROTEXTUALIDADES (Revista Internacional de microrrelato y minificción)
Realizada por Víctor Santiago de Dios Menéndez
Realizada por Víctor Santiago de Dios Menéndez
¿Cómo es Iván Teruel cuando no está frente a
la pantalla del ordenador tecleando su próxima obra?
Soy un tipo que reparte casi todo su tiempo entre
su trabajo como profesor de secundaria, su familia, sus lecturas y la práctica,
cada vez más residual, de deporte. De
hecho, la escritura, por decirlo así, es la acumulación de momentos robados a
las responsabilidades –como padre, como profesor– que vertebran mi experiencia
cotidiana. Todo muy alejado, como puede observarse, de esa mística que a menudo
rodea a la figura del escritor.
¿Cómo crees que ocuparías el tiempo si no
hubieras optado por la literatura?
Imposible saberlo. Esas “vidas hipotéticas” no
son sino el resultado de que la imaginación eche a rodar, una consecuencia de
esa necesidad que sentimos de evadirnos de una realidad que nos impone límites
tangibles a diario. Curiosamente, quizás en esa querencia por especular sobre
lo que podríamos haber sido o lo que nos gustaría haber sido se pueda rastrear
uno de los resortes de la experiencia literaria. Algo de eso ha confesado
siempre Vargas Llosa cuando le han preguntado por qué escribe: siempre ha
respondido que para poder vivir todas aquellas vidas que no ha podido vivir en
su vida real.
Además, cualquier especulación sobre lo que
podría haber ocurrido está irremediablemente filtrada por lo que me constituye
actualmente como individuo: toda esa serie de apuestas y renuncias, de azares,
de circunstancias particulares, toda esa
gente que se va cruzando en el camino de uno y que lo moldea de una u otra
forma, todas aquellas lecturas realizadas y aun las no realizadas. Es curioso,
por ejemplo, que actualmente, cuando pienso en lo que estudiaría si pudiera
volver atrás me vienen a la cabeza disciplinas como la Filosofía, el Derecho,
la Neurociencia o la Biología. Nada que ver, sin embargo, con las carreras que
me planteé cursar antes de decidirme por Filología Hispánica, que eran, si mal
no recuerdo, Periodismo, Comunicación Audiovisual, Publicidad o Traducción e
Interpretación.
Y hay otras circunstancias que también lo
podían haber cambiado todo: por ejemplo, cuando ya estaba cursando el
Doctorado, me planteé muy seriamente prepararme las oposiciones de Bombero,
cuerpo para el que había trabajado como auxiliar forestal en las campañas de verano.
Por no hablar de otras situaciones personales que también me podían haber
conducido a una realidad muy diferente de la actual : dos accidentes graves de
coche con 18 años o el coqueteo con un determinado mundo y unas determinadas
compañías, también por aquella época.
¿Qué clase de inspiración o revelación surge
para que un adolescente se decante por las letras y no por la informática?
Creo, sinceramente, que en todo aquello que
tiene que ver con la literatura seguimos demasiado encadenados a la
sensibilidad e imaginería románticas. Nos resulta muy sugerente pensar en una
fuerza irracional, oculta y arrebatadora que escapa a nuestro control
consciente y que dirige las riendas de nuestro destino. Aquello
del momento decisivo que cambia el signo de nuestras vidas y nos revela nuestra
auténtica misión en el mundo. Pero, después, a menudo, todo resulta mucho más
prosaico. En el instituto observo a adolescentes que, por decirlo de alguna
manera, ya vienen con la pasión por la lectura de fábrica, pero son muy pocos.
En cambio, tengo la sensación de que la mayoría de los que se decantan por las
opciones de letras lo hacen huyendo de las matemáticas. Así lo confiesan
muchos. Ese fue también mi caso, no porque no se me dieran bien las
matemáticas o porque no me gustaran, sino, porque, perezoso como era, creía que
el ámbito de las humanidades era menos exigente y me permitía una mayor
relajación en los estudios.
Y con respecto a la vocación literaria, como ya
he dicho otras veces, la primera vez que me planteé escribir en serio fue
movido por dos sentimientos tan poco edificantes como la vanidad y el despecho:
después de mi primer desengaño amoroso, con 17 años, me presenté al concurso
literario de Sant Jordi que organizó el instituto donde estudiaba con un relato
en el que narraba un suicidio por amor (me sigue produciendo una vergüenza
pavorosa releer ese cuento que conservo en algún cajón en casa de mis padres).
Sin embargo, gané. Y como un adolescente gestiona como gestiona el éxito,
aunque sea modesto, me convencí de que el mundo no se merecía que yo le negara
mi talento. Pero aquello no era sino una vocación de fogueo. La vocación
de verdad fue un proceso mucho más lento y matizado, que se fue fraguando
con los años.
¿Qué papel jugó tu educación doméstica y
escolar en tu actividad profesional e intelectual? ¿Ha habido lecturas
decisivas que han influido en tus decisiones posteriores?
Insisto: lo que me ha traído hasta aquí es el
resultado de un entramado muy complejo de pequeñas decisiones y múltiples
circunstancias que han ido imbricándose hasta configurar mi vida presente. Antes
de los diecisiete años nunca me planteé ni ser escritor, ni estudiar filología,
ni ser profesor de secundaria. De pequeño quería ser futbolista. De
adolescente no veía más allá del día a día. A eso hay que añadir que no fui
nunca, durante esos años de formación, un gran lector. Obtenía buenos
resultados académicos, en general me gustaban las lecturas obligatorias del colegio y el
instituto, pero casi nunca cogía un libro por mi cuenta. Leía básicamente prensa
deportiva y cómics. Y no fue hasta los veintiún años, en tercero de carrera,
cuando me convertí en un lector más siste mático y selecto.
Y en cuanto a lecturas decisivas que hayan influido en decisiones
posteriores, no sabría muy bien qué decir. He de confesar que, por ejemplo,
solo ha habido tres autores que me hayan despertado, al leer alguna de sus
obras, el vivo deseo de ponerme a escribir, algo realmente relevante en mi
caso, teniendo en cuenta que siempre me ha costado horrores avanzar en la
escritura. Esos autores fueron en su día los peruanos Mario Vargas Llosa y
Jorge Eduardo Benavides. Recientemente ha sido William Faulkner.
¿Qué papel juegan las humanidades y la
lectura en los índices de abandono escolar y nivel educativo que sufrimos?
A menudo se nos pregunta a los docentes sobre el
estado de la enseñanza, ya que formamos parte del engranaje interno del
sistema, y con la misma frecuencia pronunciamos discursos que tienden invariablemente a la
pontificación. Lo cierto, sin embargo, es que, también con frecuencia, detecto
que opinamos sobre leyes educativas sin habérnoslas leído y que establecemos
tendencias y previsiones catastrofistas sin tener una perspectiva lo
suficientemente amplia del problema, sin manejar datos concretos, a partir de
lo que vemos en nuestra práctica diaria, pero también a partir de cierta
idealización del pasado y de los inevitables sesgos que contaminan, en mayor o
menor medida, nuestra percepción de las cosas.
Yo, por ejemplo, en los ocho años que llevo
ejerciendo he estado en muy pocos centros (apenas tres o cuatro). Todos de una
tipología más o menos similar. Cada uno con una política diferente, pero con
problemas parecidos. Pero eso me da una visión muy parcial del conjunto. Ni
siquiera me alcanza para hacerme una composición de lugar más o menos fiable de
lo que ocurre en el ámbito de mi comunidad autónoma: no es lo mismo un centro
de una pequeña localidad costera de Gerona, donde trabajo actualmente, que un
centro del área metropolitana de Barcelona o que un centro de una comarca
interior de Cataluña. Me faltan datos globales. No solo de la situación actual
sino de la situación de hace quince o veinte años. Pero resulta que tampoco me
fío mucho de ciertas pruebas externas de evaluación y de ciertos datos, porque
sé un poco lo que se cuece por dentro: cómo se elaboran, qué criterios de
corrección se establecen, cómo se corrigen.
Así que tengo intuiciones. Tengo la intuición
de que las humanidades pierden peso, sí. Pero no me parece que el problema de
la educación se circunscriba a ese campo. Me cansa la dicotomía entre ciencias
puras y humanidades, cuando lo que importa realmente es el conocimiento en sí,
el conocimiento como realidad superior, por decirlo de alguna forma. Y ahí es
donde creo que radica el problema: no en que pierdan peso las humanidades o las
ciencias, sino que en cualquier área del saber el conocimiento va perdiendo
profundidad. Se da una especie de democratización a la baja. En vez de procurar
que la excelencia esté al alcance de todos aquellos que pueden alcanzarla, se
igualan los contenidos por abajo (de ahí que el currículo se articule ahora en
torno al concepto de competencias básicas), para que los alumnos con mayores
dificultades puedan obtener el graduado. Uno a veces tiene la sensación de que
la consigna desde arriba es que debemos ser los profesores quienes hagamos todo
lo posible por que los alumnos aprueben.
Además, hay otro problema de fondo, que no
tiene que ver directamente con el sistema educativo y sí con esta sociedad en
la que prevalece el contenido audiovisual sobre la palabra. Hace poco leía el
ensayo de Giovanni Sartori Homo videns,
en el que se viene a decir que la prevalencia de la imagen que impuso la aparición
de la televisión dificulta sobremanera la articulación del pensamiento
abstracto, al que solo se puede acceder a través del dominio de la palabra.
A todo eso hay que añadir la aparición fulgurante de las
redes sociales, que han añadido múltiples aristas a esa situación en la que la
palabra parece perder peso en favor del componente audiovisual. Hay estudios,
como el de Nicholas Carr, Superficiales: lo que internet está haciendo
con nuestras mentes, del que solo he leído algún extracto, que hablan
incluso de que internet está reprogramando nuestras mentes, de
que, acostumbrado a un continuo mariposeo cognitivo, al cerebro le cuesta
mucho más concentrarse en textos densos y complejos, lo cual provoca que el
conocimiento se vuelva mucho más fragmentario, discontinuo y superficial.
Terreno abonado, por tanto, para las consignas fáciles, el eslogan, la
manipulación o las burbujas ideológicas; una tierra fecunda,
también, para eso que se ha dado en llamar posverdad. Así
que nos hallamos ante un cambio radical de paradigma en cuanto al acceso al
conocimiento, cuyas consecuencias cuesta todavía calibrar. Y todo eso, en el
fondo, amén de otras particularidades de estas sociedades
occidentales, supongo que influye en los resultados del sistema educativo
y en toda la reflexión que hay en torno a él.
¿Cabe la competitividad en el mundo de la
literatura? ¿Cuál es la clave del éxito en el mundo literario?
Son
dimensiones de la literatura que no me interesan demasiado. Digamos que
forman parte del ruido que la acompaña, de aquello que tiene que ver con el envoltorio. Si
la envidia entre escritores o cierto sentido de la
competitividad sirven como estímulo para producir obras mejores,
bienvenidas sean, la verdad: no nos vamos a poner moralistas a estas
alturas. Pero no tengo tan claro que esa envidia o
competitividad contribuyan a ese fin. Creo que el
proceso creativo requiere de otro estado de ánimo que tiene más
que ver, si acaso, con la competencia con uno mismo.
Sobre
el éxito literario: si nos referimos al éxito comercial de una obra,
pues nadie sabe el secreto, claro. Leía el otro día un artículo en El
Confidencial en el que varios editores de prestigio reconocían no
tener ni idea sobre por qué ciertas obras se convierten en un éxito
rotundo de ventas y otras, en cambio, de características similares,
resultan un fiasco. Tendrá que ver con cuestiones complejas e
impredecibles.
Ahora
bien, si nos referimos al éxito literario como a la consecución de una obra de
calidad, supongo que los factores que entran en juego son el talento, la
constancia y la honestidad. Y, quizás, ni siquiera eso asegure
nada.
Desde el momento en que supiste que eras
escritor hasta hoy, pasando por todas sus publicaciones, ¿ha cambiado algo en
tu forma de escribir?
Ni siquiera, después de haber publicado dos
libros, tengo muy claro si soy escritor o no. No creo que tenga que ver
tanto con el hecho de publicar libros sino con una actitud, una especie de
efervescencia permanente que conduce a filtrar toda experiencia cotidiana a
través del prisma de la creación. He leído a algunos escritores confesar que,
cuando se hallan inmersos en algún proyecto literario, cualquier detalle, por
intrascendente que parezca, se convierte en material potencialmente
aprovechable para dicho proyecto. Pues bien, yo esa especie de efervescencia la
he sentido sólo durante periodos muy puntuales, lo cual me hace dudar un poco
sobre mi condición de escritor.
De todas formas, más allá de esa precisión, que
tampoco importa demasiado, sin duda mi forma de escribir ha cambiado con el
tiempo. Malo sería si no hubiera sucedido así. A este respecto, escuché una vez
una entrevista a Alan Moore en la que aseguraba que no le interesaban en
absoluto aquellos escritores que encontraban una fórmula que les había llevado
al éxito y la explotaban hasta el fin de sus días para consolidar una carrera
de escritor que les permitiera seguir ganando dinero. Pare Moore, un escritor
de verdad es aquel que, una vez que da con una determinada fórmula o técnica,
la abandona para seguir explorando nuevos caminos. Según él, esa es la única
forma de mantenerse vivo como escritor: permanecer en un movimiento permanente.
Pues bien, esas palabras de Alan Moore, que cuando las escuché dieron forma a
una intuición previa, las tengo siempre muy presentes cuando me planteo iniciar
un nuevo proyecto.
¿Es más difícil la novela que el
microrrelato, el cuento que el microrrelato?
¿Qué es lo que marca la utilización de un género literario u otro?
Yo hasta ahora he escrito principalmente
microrrelatos y, en menor medida, cuentos. Algunas piezas, de hecho, creo que
se mueven en un terreno fronterizo entre ambos géneros. Ahora estoy embarcado
en una novela que ya he empezado tres o cuatro veces en los últimos años.
Siempre he defendido la dificultad de la narrativa breve o hiperbreve frente a ciertos
discursos que pretenden menoscabar la potencialidad del género. No es fácil
componer un libro de microrrelatos o un libro de cuentos. Es muy difícil salvar
el escollo de la irregularidad o de la ausencia de unidad de efecto, que no
tiene por qué lograrse a través de la unidad temática. Sin embargo, dicho esto,
ahora que me encuentro en plena pelea con una novela, tengo la impresión de que
la dificultad es mucho mayor porque entran en juego muchas más variables que uno
debe intentar armonizar: el punto de vista, el tono, el distanciamiento del
narrador, el manejo del tiempo, la estructura narrativa, el estilo, la
caracterización de los personajes, la verosimilitud de los diálogos, la
recreación de ambientes… Muchos de esos recursos no te los exige el
microrrelato, que se sitúa en otras coordenadas técnicas: básicamente la
elipsis, la intensidad, la sugerencia y la circularidad. Uno se mueve en un
territorio mucho más acotado. De hecho esos límites tan marcados me llevaron a
cierto hartazgo con el género, precisamente por aquello de lo que hablaba
Moore, por tener la sensación de estar exprimiendo una fórmula que no daba más
de sí, por la impresión de estar escribiendo, ya al final, variaciones de una
misma pieza. El cuento, sin embargo, quizás porque lo he trabajado menos, y
quizás porque no restringe tanto el uso de ciertos recursos y aun así impone
límites, me parece un género también complicado, quizás más que el micorrrelato:
porque exige el dominio de un abanico más amplio de recursos, pero, a la vez,
requiere cierta contención, lo cual obliga a un complejo juego de equilibrios
que no es fácil de lograr.
¿Qué es más ``duro´´: exponerse por primera
vez durante media hora ante 30 adolescentes o plasmar y publicar los
sentimientos e ideas en una obra literaria?
Son experiencias difícilmente equiparables. Una
se trata de una comunicación directa, oral, pública, en la que no solo es
importante el uso de la lengua sino también el dominio del lenguaje no verbal,
el tono y la inflexión de voz, la interacción con los interlocutores. Digamos
que lo que rige una exposición oral es la inmediatez. Y en ese sentido uno se
ve mucho más expuesto en esas situaciones.
En cambio, la escritura se lleva a cabo en
silencio, en la intimidad, con un interlocutor imaginario con el que se pretende
establecer una comunicación en diferido. Uno no se pone nervioso al escribir.
Al hacerlo, no te sientes fiscalizado por la mirada inquisitiva de 30
adolescentes. Eso no significa, sin embargo, que sea más fácil impartir una
clase que ser capaz de escribir un buen cuento o una buena novela.
¿Cuáles son las premisas estéticas que
presiden tu quehacer literario?
Lo he dicho otras veces: para mí, en
literatura, como en cualquier expresión artística, la forma es el fondo. No
importa lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. Y cuando me refiero a la forma
no me refiero exactamente a la utilización de técnicas complejas o al uso de un
lenguaje rebuscado. Me refiero, por ejemplo, a la decisión de escribir una
determinada narración en primera en tercera persona, a la decisión de utilizar
el discurso directo o el indirecto (o el indirecto libre), a la decisión de
utilizar más o menos fragmentos descriptivos. Todas esas decisiones en algunos
autores operan de manera inconsciente, pero son imprescindibles a la hora de
generar un efecto u otro en el lector. A modo de anécdota, para resaltar esa
importancia que tiene el modo de contar: Romeo
y Julieta, de Shakespeare, o El
castigo sin venganza, de Lope de Vega, toman su argumento, de manera
prácticamente íntegra, de sendas novelle
(novelas breves) del escritor italiano Mateo Bandello. A pesar de que fue un
escritor importante en la época, hoy en día poca gente conoce esas novelas
breves de Bandello y sí las obras de Shakespeare y Lope. ¿Por qué? Pues porque
tanto Shakespeare como Lope supieron encontrar la fórmula, a través de
diferentes recursos, para elevar a otra categoría la historia que habían tomado
de Bandello.
Por otro lado, digamos que para mí la estética
es indisociable de la ética. Hay, por así decirlo, una cierta dimensión moral
en la apuesta estética del escritor. Un poco por lo que decía Alan Moore, que
ya he comentado más arriba: la honestidad con la que un escritor intenta
explorar siempre nuevos caminos a pesar de haber encontrado una fórmula que le
haya resultado exitosa en algún momento de su carrera. Siempre recuerdo a un
profesor que tuve en la universidad, Joan Manuel Soldevilla, que nos decía que
Juan Rulfo, el escritor mexicano que solo publicó durante su vida un libro de
cuentos (El llano en llamas) y una
novela bastante breve (Pedro Páramo),
había tenido la dignidad de callar. También es cierto que cuando se le
preguntaba a Rulfo por qué había dejado de escribir aseguraba que era porque se
le había muerto su tío Celerino, que era quien le contaba las historias (aunque
todo el mundo sabe que no hay que hacer demasiado caso a lo que dicen los
escritores sobre su propia obra). Ese concepto, “la dignidad de callar”, se me
ha ido repitiendo como un eco durante todos estos años. Un concepto que yo
ejemplifico de la siguiente manera: si vas a escribir una novela sobre la
enfermedad, ten en cuenta que Tolstói ya escribió en su día La muerte de Iván Ilich.
¿Qué elementos contribuyen a la definición
de la voz narrativa que muestras en obras como El oscuro relieve del tiempo?
Bueno, yo creo que la voz narrativa está muy
determinada por el cariz de los temas tratados. Me explico: como en una gran
mayoría de las piezas se plantean situaciones trágicas o, cuando menos,
descorazonadoras, como, por decirlo de algún modo, en el libro se manipula
material altamente sensible, uno de mis grandes empeños fue imponer una
distancia que me permitiera sortear el peligro de caer en la afectación o la
caricatura. Por eso muchas veces el narrador quizás adquiera un tono frío o
aséptico con respecto a los hechos que narra, y eso implica, a su vez, que,
aunque no renuncie al uso de ciertas imágenes líricas, el estilo tienda a ser
bastante depurado.
¿Cómo fue el trabajo que realizaste con
Mercè Riba en la escritura de El oscuro
relieve del tiempo? ¿Crees que se ve modificada la lectura ante la riqueza
semiótica que proporcionan diversos códigos artísticos?
Digamos que el proceso de ilustración y el de
escritura no fueron simultáneos. Yo envié el original del libro a Edicions
Cal·lígraf, una pequeña editorial de Figueres, y en la primera reunión que tuve
con ellos después de que me dijeran que el libro les había interesado, me
plantearon la posibilidad de que Mercè, que forma parte de la editorial, me
ilustrara el libro. Ella me dijo, desde un primer momento, que no pretendía
ilustrar piezas concretas sino que, a partir de las sensaciones que le había
producido la lectura del conjunto, trabajaría esa esfera más simbólica de la
obra. A partir de ahí, el proceso fue interesante, porque, a medida que Mercè
me iba mostrando sus primeros bocetos, me fui percatando de algunas constantes
de mis composiciones que me habían pasado por alto. Incluso creo que el título
definitivo, porque inicialmente era otro, se debe, en parte, a la estética de
las ilustraciones.
Así que creo que, efectivamente, la presencia
de dos códigos artísticos que dialogan en la obra contribuye a que su lectura
sea más rica y matizada.
Son frecuentes en tus microrrelatos las
atmósferas inquietantes y opresoras, ¿juegas con ellas como una manera de
involucrar al lector o responden a una concepción de la existencia?
Bueno, me sale de manera natural. Supongo que
tendrá que ver con la influencia que ciertos autores han ejercido sobre mí y
con cierta concepción de la existencia. Aunque no se trata tanto de percibir la
existencia como un lugar inhóspito, sino de mostrar ese reverso trágico o
inquietante que aguarda tras la apariencia amable o anodina de lo cotidiano.
Pues no lo sé, porque, de nuevo, me falta una
panorámica más amplia de cómo está influyendo el fenómeno en el número de
ventas y en los hábitos de lectura. Parece ser que se sigue prefiriendo el
papel, según he leído en algún estudio. Y eso quizás tenga que ver con otro
artículo que leí en el que se afirmaba que, según varios estudios, el libro de
papel –el objeto-libro, por llamarlo así–, con toda su singularidad, funciona
como una especie de mapa físico que nos ayuda en el proceso de decodificación y
asimilación de la información y en su posterior recuperación. Al parecer,
cuando aprendemos a leer y se establecen las conexiones neuronales que
consolidan la habilidad para la lectura asociamos ese proceso a las coordenadas
físicas del libro (página derecha y página izquierda, tipografía, grosor, etc.)
y a determinadas acciones como el hecho de pasar páginas. Con el lector de
libro electrónico, al desaparecer todas esas particularidades distintivas del
libro de papel, la lectura pierde cuajo, por decirlo de algún modo, se
vuelve más brumosa y superficial. Ese
mismo artículo aludía a un estudio en el que se había comprobado que, tras un
ejercicio de comprensión lectora de un texto que a unos participantes se les
había pasado en papel y a otros en digital, los lectores en formato papel
recordaban más detalles y comprendían mejor el significado de ciertos pasajes.
Ese artículo fue importante para mí, porque
daba fundamento científico a una intuición que había tenido desde que empecé a
leer en digital: que me costaba mucho más retener detalles cuando leía
cualquier libro. Aun así, desde que utilizo el libro digital, creo que leo más,
si bien es cierto que la proporción de libros que abandono es mucho mayor entre
los que empiezo a leer en formato digital. Hay muchos libros que empiezo, de
los que me leo 40 o 50 páginas, y que por algún motivo que no es exactamente la
falta de interés, abandono en un determinado momento. Como si la ausencia de
esa especificidad física que el libro de papel le da a cualquier obra me
impidiera establecer un vínculo más personal con la obra. No sé si me explico.
¿Qué papel han desempeñado los blogs y
revistas digitales en la creación y difusión del microrrelato? ¿Se ha visto la
crítica literaria enriquecida a través de los comentarios y análisis que los
escritores vuelcan de manera habitual en las bitácoras?
Yo creo que la difusión del micorrelato en los
últimos años se relaciona de manera bastante estrecha con el formato virtual.
De alguna forma, parecía que el género que mejor se ajustaba, por su extensión
y naturaleza, al soporte digital, era el microrrelato. Ocurre, sin embargo, que
la experiencia de lectura se ve muy condicionada por ese soporte, y cuesta
valorar la calidad de un conjunto de microrrelatos leyéndolos de forma
discontinua y alterna. Yo creo que, en cierto modo, la prueba de fuego sigue
estando en el salto al papel. De hecho me ocurrió algo curioso: hubo autores
que me gustaban mucho en sus blogs que, al leerlos en papel, cuando publicaron
su obra, no me entusiasmaron tanto; y también me sucedió al revés: autores que
no me acababan de enganchar en sus bitácoras que, al leerlos en papel, me parecieron
ostensiblemente mejores. Bueno, la lectura también tiene estas cosas.
Respecto a lo segundo: yo creo que se produjo,
durante el tiempo que estuve activo en la blogosfera, un diálogo interesante
entre los autores que empezábamos a cultivar el género. Al menos durante un
tiempo. Yo me considero afortunado porque creo que siempre tuve en mi blog
lectores honestos y rigurosos que comentaban con sinceridad incluso aquellos
aspectos de las composiciones que no les acababan de convencer. Creo que
aprendí bastante de esa experiencia. Pero con el tiempo, cuando fui visitando
más blogs literarios, fui teniendo la sensación de que aquello se estaba
convirtiendo en un terreno abonado para la devolución de favores, donde
empezaban a proliferar comentarios exageradamente elogiosos y superficiales.
Eso, amén de otras circunstancias, fue alejándome un poco de todo ese mundo.
Como
administrador de la bitácora La
tijera de Lish, ¿a qué atribuyes el descenso de la actividad literaria en
la blogosfera? ¿Están suplantando las redes sociales a los blogs en la
banalización del microrrelato?
Sí, es posible que tenga que ver con el
crecimiento de las redes sociales, un espacio que permite interacciones todavía
mucho más inmediatas. Y yo creo que ese es un problema que tenemos los
escritores de una determinada generación con las redes sociales: la posibilidad
de alimentar a cada instante esa voraz necesidad de aprobación que traemos de
fábrica los humanos como animales sociales que somos. La sociabilidad es un
rasgo que priorizó la selección natural en nuestra especie. Las redes sociales,
de algún modo, nos ponen ante el espejo de esa debilidad innata. Y esa
necesidad de inminencia no me parece que sea demasiado beneficiosa para quien
pretende dedicarse a la escritura. En todo caso, habrá que ver cómo acabamos
digiriendo todo esto, porque todavía es pronto.
¿Qué salida ves hoy en día a los escritores
que se estén iniciando ante el rechazo de las editoriales?
Bueno, yo creo que lo primero que tiene que
asumir cualquiera que decida dedicarse a la escritura es que resulta
prácticamente imposible vivir de ella. Desde esa perspectiva, teniendo en
cuenta que la mayoría de escritores se ganan la vida con otros quehaceres, el
hecho de no publicar no es ninguna tragedia. La publicación sacia
transitoriamente nuestra vanidad, porque durante las primeras semanas uno está
un poco en el escaparate, aunque sea modesto: presentas tu libro en tu ciudad y
en alguna de alrededor, te hacen alguna entrevista en los medios locales, algún
amigo te hace alguna reseña, incluso firmas algunos ejemplares en el Día del
Libro, lo cual hasta puede hacer que te sientas un poco importante. Pero todo
eso pasa. Pasa porque es completamente fugaz y accesorio, porque forma parte
del envoltorio de la literatura, como he dicho antes, del ruido de fondo que a
menudo la acompaña. Con el tiempo, uno se da cuenta de que nada de eso es
demasiado importante más allá del propio ego. Importa la obra, la calidad de la
obra, porque será lo que, en todo caso, se salvará del escrutinio del tiempo. Y
creo que esa debería ser la principal finalidad de cualquiera que se pusiera a
escribir.
¿Qué obra y autor imprescindibles
recomendarías a nuestros lectores?
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Como siempre digo, cada vez que me preguntan
por una obra y un autor suelo citar uno diferente, porque me resulta imposible discriminar
entre tantas obras de calidad como he leído. Esta vez, me decanto por El plantador de tabaco, de John Barth.