A mi madre
Manejamos
dos conceptos en apariencia desacordes: lo impactante y lo superficial. En
principio, resulta difícil asumir que algo impactante no sea profundo, pero
esos dos conceptos confluyen en la siguiente imagen: una madre que ha acompañado
a su hijo hasta la sala de urgencias de un hospital se desmorona de pronto
sobre una silla, se dobla como un muñeco, descompone su rostro y estalla en un
llanto convulso al que acuden algunos médicos y enfermeras con palabras
tranquilizadoras.
Esa
es la imagen, pero desprovista de la perspectiva que nos interesa, en la que
concurren los dos conceptos planteados al inicio. La perspectiva es la mirada
del hijo de diez años, quien, desde la camilla, entre un horizonte de batas
blancas, estetoscopios y cables de tensiómetro, vislumbra el derrumbe de su
madre, algo que, por supuesto, no espera. El impacto en el ánimo del niño
resulta indiscutible. Y sin embargo, la memoria almacena la imagen en dos
dimensiones. La tercera, la dimensión ausente, se relaciona con otro factor
decisivo a partir de ahora: el tiempo. Porque esa falta de profundidad de la
que hablamos tiene que ver con un recorrido inconcluso, con aquello que todavía
tiene que ocurrir. Así que tiempo y memoria se alían en esta ocasión para conservar
liso un recuerdo.
Pero
el tiempo es un fluido incesante y para entender mejor lo que aquí se cuenta
hay que hacerlo avanzar. También se requiere un cambio de punto de vista y otra
confluencia de conceptos. O lo que es lo mismo: es necesario viajar hasta otro
hospital y contemplar otra escena en la que convergen esos dos nuevos conceptos
planteados ahora: la falta de costumbre y el sentimiento de culpa. Ambos se
concentran en la pregunta que una enfermera le formula a un padre. ¿No le das
un beso? Porque el padre, el joven padre, que ha acompañado a su bebé recién
nacido por pasillos y ascensores sin dejar de fijarse en todos los tubos y vías
que tiene conectados, y que durante todo el recorrido ha ido con la mano
derecha agarrada al reborde de la cuna, cuando ha llegado a la puerta del
quirófano ha hecho ademán de ir hacia la sala de espera. Y entonces la
pregunta, ¿no le das un beso?, que certifica la falta de costumbre, apenas un
día, y dispara la culpa, que atraviesa al padre. Así, traspasado por ese
sentimiento, se acerca a su bebé y entre la maraña de tubos le da un beso en la
mejilla.
Esa
acción queda sedimentada en la conciencia del padre. Y activa algo que ya no va
encontrar freno. Avanza, ahora sí, por el pasillo hacia la sala de espera. Y a
la vez que avanzan sus pasos, el tiempo se pone en paralelo y acomete el último
tramo de su recorrido por hacer. El padre, el joven padre, llega a la sala de
espera, en la que no hay nadie. Permanece de pie y mira al frente. Pero no ve
nada, porque la vista se le va de pronto hacia dentro. Y se ve a sí mismo
inclinado hacia su bebé para darle el beso que se le olvidaba darle. Y en ese
momento el tiempo completa su ciclo. Y en apenas unas milésimas de segundo
deshace su camino de veinte años y lo rehace inmediatamente. Y en esa ida y
venida fulgurante, el tiempo invade la memoria, y de allí rescata imágenes, las
sacude, las revuelca, las actualiza. Imágenes como el derrumbe de su madre en
aquel otro hospital. Imágenes que dejan de ser planas y se convierten en una
galería infinita de infinitos recovecos. Así que tiempo y memoria confluyen
ahora en la misma intersección donde están la vista y la conciencia del padre, que
permanece asomado a la escena en la que él se inclina sobre su bebé. Entonces
se activa un resorte profundo. Y el padre se desmorona de pronto sobre una
silla, dobla el cuerpo como un muñeco, descompone su rostro y estalla en un
llanto convulso al que solo acuden sus manos. Sus manos desconsoladas.
Sin palabras Iván, me he quedado sin palabras...
ResponderEliminar¡Formidable, Iván! Este es un micro con genética Teruel a ras de folio.
ResponderEliminarPodría hablar un buen rato acerca de sus virtudes sin correr el riesgo de ser acusado de forofismo, pero son tan evidentes que sólo mencionaré la que más admiración me produce. Aplaudo el talento con el que consigues distanciar al narrador a la vez que sacudes, golpeas y estrujas los sentimientos del lector. Ese es el paralelismo que sobrevuela mi lectura.
Quiero creer que -a pesar de tu anuncio- podremos seguir leyéndote por aquí, aunque sea muy de cuando en cuando.
Un abrazo y toda mi admiración.
Uffff, tremendamente bueno!!! Me fascina el tiempo, su paso, sus idas y venidas y desde luego, como tú lo has contado. Gracias.
ResponderEliminarBesos desde el aire
Felicidades, Iván. Este tipo de relato que profundiza en el interior de las personas los aprecio mucho (y admiro) fundamentalmente por la capacidad del escritor para entrar en ellas. ¿Qué es eso que dice Pedro de que cierras el blog? Espero que no sea así aunque distancies las publicaciones.
ResponderEliminarEspléndido, Iván. Me gusta mucho eso de contar el cuento y reflexionar sobre el propio cuento.
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