domingo, 2 de octubre de 2016

EL MOVIMIENTO PURO

Hay un concepto, ¿oyes?, un concepto: el movimiento puro. El movimiento desprovisto de movimiento circundante. El movimiento aislado de todo aquello que lo entorpece. Pero, oye, el obstáculo del movimiento puro es el cúmulo de movimiento, ¿sabes?, no hay movimiento puro en la confusión. Bien, escucha. El movimiento puro es una sublimación del latido del mundo. Pero, no, joder, no puede haber lirismo en esto. Y otra cosa, verás. Cualquier movimiento es siempre curvo, así que necesita de las líneas rectas para aislarse. El movimiento puro, qué concepto, qué jodido concepto¿verdad? Pero, mira, oye, es algo así: la calle está vacíavacía como si nunca nadie la hubiera habitado, ¿sí?, en esa calma tensa que antecede a lo inevitable, ¿oyes?, y entonces, de repente, una figura surge de una esquina, ¿oyes?, surge a esa nada asfaltada que es la calle, a las siete de la tarde, a esa hora en que la luz no aspira a quemar el contorno de las cosas, la luz madura, como quien dice, ¿lo entiendes?, la luz que perfila las formas, ¿me sigues?, y entonces la figura, una figura de muchacho adolescente, mira hacia los lados, hacia atrás, hacia arriba, y de pronto echa a correr. Y mira, ya tienes todos los elementos: un cuerpo en movimiento, las líneas rectas del cemento y el asfalto, la luz nítida. el chaval avanza de frente, ¿me oyes?, corriendo cada vez más deprisa, ¿entiendes?, y entonces el tiempo, porque esto también es una cuestión de tiempo, parece arquearse sobre cada uno de sus movimientos, cae sobre ellos y los vuelve más densos y limpios, como quien dice, y entonces, no sé cómo decirlo, entonces se puede ver la elasticidad de cada músculo, de cada fibra, se puede ver, ¿me oyes?, se puede ver la elasticidad de las fibras en la reverberación de cada zancada, y también el engranaje de las articulaciones, ¿sabes?, esférico y preciso. Pero no solo eso, no, hablo de otra cosa, hablo de ver, incluso, el movimiento de la respiracióny el movimiento de la sangre, el latido de la sangre. Oh, Dios, qué belleza. Y las líneas rectas del asfalto y el cemento absorbiendo y amplificando esa prodigiosa sinfonía de formas, aunque no, joder, otra vez no, no puede haber lirismo en esto. Pero, mira, oye, a ver, es que el movimiento puro también aísla el sonido que lo acompaña, ¿sí?, la vibración de las fibras, el crujido engrasado de las articulaciones, la percusión de la sangre¿oyes?, ¿lo oyes?, otra sinfonía, otra prodigiosa sinfonía, pero otra sinfonía aislada. Y, a ver, a ver cómo lo digo, porque esto es importante, ¿me oyes?, más importante incluso, sí, porque esa armonía de sonidos es tan nítida¿me oyes?, tan nítida que incluso deja de escucharse, deja de escucharse porque queda engullida por algo que construye a su alrededor, algo igualmente descomunal: el silencio puro, ¿me oyes?, el silencio desprovisto de silencio circundante. Y cómo lo digo, cómo mierda lo digo, a ver, ese silencio puro es como un veneno para quien lo escucha, ¿oyes?, un veneno paralizante que se te mete en cada inserción del cuerpo, en cada oquedad, en cada tendón, en cada jodido tendón, en cada hueso del cuerpo, de la mano, del dedo índice, del dedo índice que envuelve el gatillo y que de repente es materia muerta, ¿oyes?, como el resto del cuerpo, ¿oyes?, una zona que ha dejado de existir, que no te pertenece y no responde, ni siquiera cuando le llega el estímulo de los ojos, la zona abultada debajo de la camiseta, a la altura del abdomen, de ese adolescente que cada vez corre más deprisa, con algo en su mano a punto de ser accionado, y que cada vez genera un silencio más intenso, un silencio que devora sus propios límites, un silencio que se expande con la misma voracidad con la que los agujeros negros engullen su propia galaxia, ese jodido silencio, ese jodido silencio que prefigura al otro, al que vino después y se desparramó un instante sobre las cosas para replegarse de inmediato porque no pudo con el eco, el eco de la explosión que lo construyó¿recuerdas?, el eco que sigue dinamitando nuestra conciencia cada noche desde entonces, ¿verdad?, cada una de nuestras noches, ¿no es cierto? Tú me hablas del otro silencio, del que vino después, y del eco que no nos deja vivir, pero fue el silencio puro, el jodido silencio que sólo yo alcancé a escuchar, el que en realidad nos hizo saltar por los aires.  

miércoles, 4 de mayo de 2016

EL MUNDO NO SE ACABA NUNCA


            El manotazo titubeante derriba otra mosca. ¿Ha visto señora McGuffin que este año eestos dipterios volapatadores están más le, le, lentos que de costumbre? La pequeña mano coge la mosca de las alas y dibuja una parábola temblorosa hasta colocarla en el montón donde se hallan el resto de insectos. ¿Será la hipanopia de la histo, to, ria que sub nierte nierte a la...? Ya ve señora Guffinmac que eesto es el fin. ¿Lo ve? La cabeza pelada tiembla, se inclina hacia un lado, unos ojos empañados miran atentamente el montón. El fin, fin, ¿lo ve señora Gufmacin? Se aveci, ci, na, el fin, fin, final de los tiempos. Los dedos índice y pulgar de la mano derecha forman una pinza inestable. La pinza va cogiendo de las alas diferentes moscas del montón y forma otro montón al lado. El fin, fin, final ¿oye? La cabeza es un metrónomo inclinado y nervioso: no deja de oscilar en su eje oblicuo. La mirada opaca se encharca de repente. ¿Por qué señora MucGaffin por qué eestos dirtemios voleadores están más le, le, lentos? ¿No ve que es el fin, fin, final de todo? La boca se abre, se estremece, y de la garganta sale un sonido agudo y resquebrajado, el cuerpo convertido en un balancín nervioso.

            La señora McGuffin se acerca al niño, lo envuelve en un abrazo, le da un beso en la frente. La señora McGuffin hace un esfuerzo ímprobo por dejar sus lágrimas en el borde de los párpados, construye un dique, traga saliva repetidas veces, aparta los dos montones de pipas de la mesa y le susurra al oído: las moscas no están más lentas, mi vida, eres tú, ¿oyes?, eres tú, que cada día estás más ágil, ¿oyes?, como papá, tesoro, cada día más ágil y fuerte. Así que no sufras, mi vida, no sufras, que el mundo no se va a acabar nunca.
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Este es uno de los dos microrrelatos que aparecieron publicados en el número 387 de la revista Quimera. 

sábado, 19 de marzo de 2016

LA BUENA EDUCACIÓN

A mi padre

Uno de los pequeños, el de once años, mira a su padre tras la indicación: apenas un vago movimiento de cabeza, el mentón ejerciendo de dedo índice. También mira un instante hacia los demás rostros curtidos. Duda un momento. A unos diez metros, contra la luz declinante del atardecer, se recorta la figura de El Tuerto, el capataz de la hacienda. El pequeño, con paso receloso, avanza atenazado por su timidez, y observa el parche que cubre el ojo ciego del capataz, el ojo blanco pavoroso que un día les mostró a él y su hermano ante las carcajadas del resto de jornaleros, ante la sonrisa cómplice de su padre. De repente, se siente atravesado por la intensidad acuosa del ojo sano, que parece querer compensar el déficit de su mirada mutilada. La boca del capataz esboza una mueca ambigua: otra asimetría en el gesto. El pequeño llega a su altura. Y El Tuerto le extiende un papel y una plumilla: "Firma ahí abajo, Andresín". El pequeño Andrés titubea: nunca le han hecho firmar nada. Con pulso indeciso, escribe sus iniciales y las emborrona con un garabato, como ha visto hacer alguna vez a su padre. El Tuerto sonríe y le revuelve el pelo con su mano callosa: "Muy bien, chaval". 
El pequeño regresa con paso más ligero: casi han desaparecido el temblor y el peso que lastraban sus movimientos. Se coloca al lado de su hermano pequeño, a quien se dirige ahora el padre, de nuevo con los ojos y el mentón. Pero el hermano pequeño agacha la cabeza, aprieta los labios y niega con la cabeza. El padre advierte, de reojo, las miradas expectantes del resto de jornaleros y tensa el semblante. "¡Lolo!" El pequeño Andrés agarra tímidamente a su hermano del brazo y le da un leve estirón hacia delante. Pero Lolo se resiste: se cruza de brazos, hunde todavía más los ojos, frunce el gesto y niega otra vez. 
El padre siente en el cogote las sonrisas del resto de jornaleros, los ojos que van y vienen. Y una primera exclamación: "Hostia, Rafael". La voz del padre se expande, "¡Lolo!". Entonces, desde la distancia, aletea el graznido de El Tuerto: "Estos niños se te suben a la chepa, Rafael, se te suben a la chepa". Y, acto seguido, un coro de risas remata el graznido y transforma la tensión del padre en una cólera que activa su cuerpo: avanza hacia el menor, lo agarra del brazo, lo estira hacia delante. Pero el pequeño sigue resistiéndose. Los dos primeros manotazos, secos, contenidos aún, los recibe en el culo. El cuerpo de Lolo da dos respingos y las manos, instintivas, acuden al primer foco de dolor. El pequeño, sin embargo, sigue anclado en su rebeldía. El padre, entonces, lo coge de la oreja, se la retuerce, desde ahí intenta tirar de él, pronuncia su nombre entre dientes, Lolo, Lolo, Lolo no me jodas, y Lolo que lanza un primer aullido, pero Lolo que se resiste, nadie entiende muy bien por qué, tú tampoco, pero Lolo se resiste, y el padre lo suelta, lo suelta y se retira un paso, solo para coger impulso, solo para convertir sus brazos en dos aspas que descargan contra el pequeño cuerpo toda la ira y la vergüenza acumuladas. Uno de los golpes ciegos tumba a Lolo, que, al caer al suelo, se ovilla para protegerse. 
Los manotazos cesan. Y entonces cristaliza un silencio que enmarca los pasos arrastrados del padre al retirarse, su respiración agitada. Oyes ese silencio. Hace muchos años que lo oyes en todos sus matices. Y hace muchos años que contemplas, como ahora, al revivirlo, el cierre de la escena: tú que te acercas a tu hermano, tú con tus lágrimas, tus lágrimas y las de Lolo, las lágrimas de los dos, tú que te acercas a tu hermano y lo abrazas, y tu abrazo que se transforma de pronto en un único sollozo impotente. Tu abrazo. Aquel abrazo. Tu abrazo interrumpido, de pronto, por el nuevo graznido de El Tuerto, que aletea furioso desde la distancia, antes de dar paso, otra vez, al coro de risas: "Vaya par de maricones estás criando, Rafael, vaya par de maricones".

lunes, 11 de enero de 2016

EL REVERSO DE LA HERIDA

Hay un silencio de ídolo caído, a pesar del rugido del motor. El chico de quince años, desde el asiento de atrás, observa el perfil mineral de sus tíos. Y sigue concentrado en ese silencio como de algas que anestesia su memoria. De repente, despunta un sonido delgado  y grotesco que rompe ese equilibrio. Una pieza desajustada de la furgoneta, quizás. El sonido es la hoja desdentada de una sierra, la risa de un duende esquizofrénico. El ruidito persiste, en el tiempo y en su ridiculez. E irrumpe, efervescente, en la cabeza del chico, quien comienza a experimentar un cosquilleo intenso por detrás de la nariz.
A continuación viene la mueca: se abren las aletas nasales, las comisuras de los labios se estiran y las cejas se arrugan. El chico intenta contener una fuerza que arranca desde algún lugar oscuro, impulsada por el chirrido cínico y persistente. Pero el estallido es inevitable. Al chico se le escapa una risa nerviosa, acompañada de un movimiento frenético de hombros. Al cabo de pocos segundos, sin embargo, ese sonido de rueda pinchada va abriéndose lentamente. Y se retrae para tomar impulso: se desplaza hacia la epiglotis, hacia la laringe, hacia la conciencia. Desde esas profundidades, la risa emerge de otra forma, inflamada y llena de aristas, resquebrajada, también, e impregna el interior de la furgoneta de un relieve macabro. Ahora es una risa gigantesca y negra. 
La tía, entonces, se vuelve ligeramente: ha empezado a llorar otra vez. El tío conserva su perfil mineral, mientras aminora la marcha, realiza un par de maniobras y estaciona la furgoneta. El ruidito por fin cesa. La carcajada, también. Y se impone de nuevo el silencio, aunque ya no sea el mismo. Los tres bajan del vehículo. Abrazados y cabizbajos, se encaminan hacia la entrada del cementerio.
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El oscuro relieve del tiempo. Figueres: Cal·lígraf. 2015